LAS COMPAÑÍAS DE INVÁLIDOS DE MADRID
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- Categoría padre: Historia Guardia Civil
- Categoría: Antecedentes a la Guardia Civil
- Publicado el Jueves, 27 Octubre 2016 19:44
- Escrito por Antonio Mancera
Las muchas guerras que España había mantenido durante el reinado de Carlos II, propiciaron la existencia de numerosos mutilados y disminuidos físicos como consecuencia de las heridas recibidas en combate. Su dificultad de encontrar trabajo indujo a Felipe V, con sentido proteccionista, a organizarlos en el Cuerpo de Inválidos, darles el carácter de instituto armado y encargarlos de determinados servicios de orden público, tales como el control de vagabundos, mendigos y holgazanes, inspección de establecimientos públicos, ocio y hospedaje, control de entrada y salida de viajeros en las puertas de Madrid, y otras ocupaciones de acuerdo con sus limitadas posibilidades humanas. No deja de ser pintoresca la determinación real, ni cuando menos expresivo lo que a simple vista presentaría aquel “órgano policial”, si así podemos llamarlo, de cojos, mancos, tuertos a impedidos.
Para colaborar en sus intervenciones, el primero de mayo de 1761, se ordenó la creación de una Milicia Urbana por el sistema similar de las Provinciales, primero para Madrid, con posibilidad de ampliarla al resto de las capitales. Se admitió en la misma a vecinos voluntarios del sector burgués, artesanos y comerciantes que se comprometieran a ayudar desinteresadamente a los Inválidos, absorbiendo en la práctica al incipiente cuerpo de cuarenta alguaciles que, bajo la dependencia de un alguacil mayor o jefe de policía, se distinguieron por ostentar “una vara de madera y no de junco, capaz de imponer el orden”.
Carlos III reorganizó a los Inválidos en compañías, alcanzando la treintena en toda España, clasificándolos en Hábiles a Inhábiles, algo parecido a lo que hoy entendemos por útiles y permanentes. La mayoría de los primeros fueron destinados a servicios de mayor fatiga, mientras que los segundos quedaron para Madrid, al poder reforzarse con núcleos de Milicia Urbana que, en número de veinte a treinta, acudían a cada una de las puertas de la Corte para el control de viajeros.
Con los inválidos menos disminuidos se organizaron patrullas especiales que dieron en llamarse informalmente Salvaguardas de Madrid. Dependieron del comandante militar de la plaza -otro término también importado que sustituyó al de gobernador-, en lo referente a cuestiones de disciplina y armamento, mientras que en lo tocante al servicio dependían de la Audiencia. Sus servicios específicos fueron la inspección de espectáculos, casas de juego y lenocinio. Sin olvidar la captura de malhechores, siempre que tuvieran la oportunidad.
El motín de Esquilache, que tuvo lugar el 23 de marzo de 1766, fue una prueba elocuente de que si Carlos III fue uno de nuestros mejores reyes y el más destacado “alcalde de Madrid”, en cuestiones de orden público tuvo mucho que aprender. El sonado motín, motivado por la prohibición de usar el sombrero de ala ancha y la capa larga, prendas tan españolas como populares, se produjo precisamente en la Plaza de San Martín, enfrente del cuartel de Inválidos, sin que éstos, acaso identificados con el tipismo de las prendas, se empleasen en restablecer el orden. Ni inválidos, ni salvaguardas, ni milicianos urbanos, ni alguaciles aparecieron por parte alguna para ejercer sus funciones.
Tras el famoso motín, el presidente del Consejo de Castilla, Diego de Rojas, obispo de Cartagena, fue sustituido por el conde de Aranda, que simultaneó el cargo con el de capitán general de Castilla la Nueva. El tenaz aragonés no se dio un momento de reposo en dictar normas para acabar con “gaiteros, vagos, mendigos, mujeres de mal vivir” y demás merodeadores, gente poco aficionada al cumplimiento de las leyes, que tenían infestada la Corte, pero, a la vez, pretendió impulsar una gran reforma de las fuerzas del orden adscritas a Madrid. De esta manera, por real cédula de 6 de octubre de 1768, la Sala de Alcaldes de Casa y Corte se fraccionó en dos, una para asuntos civiles y otra para criminales. El conde de Aranda, influido de una rigidez cabalística, reorganizó Madrid en ocho cuarteles y cada cuartel en ocho alcaldías de barrio, numeradas por manzanas completas o “cuadras”. A cada una asignó una partida de Inválidos con su cuartel, para así “asegurar su tranquilidad y que allí pudieran poner y detener por espacio de ocho horas como máximo a los presos que lleva la justicia”.
En cada cuartel había un alcalde de Corte para instruir las sumarias (atestados) de las causas criminales y resolver verbalmente aquellas otras cuestiones cuya cuantía no excediese de quinientos reales. Los alcaldes de Corte venían a sustituir a los antiguos denominados del Crimen y a los de barrio, en número de sesenta y cuatro, tantos como divisiones se había hecho de Madrid. Los alcaldes de Corte actuaban en sus cuarteles como verdaderos jueces. Para el trámite de documentos y demás asuntos contaban con dos escribanos, cuatro alguaciles y dos porteros.
Cada partida de Inválidos asignada a un cuartel, actuaba en grupos de ocho hombres para sus servicios de vigilancia, protección y seguridad, y de acuerdo con las instrucciones del alcalde de Corte correspondiente, quien tenía que dar diariamente su “testimonio de ronda” al intendente, al finalizar los servicios, con memoria detallada, puntos inspeccionados, presentaciones y otros detalles del mismo.
Los alcaldes de Corte tenían la obligación de morar, en su propio cuartel, para que “los vecinos pueda cómodamente buscarles en sus ocurrencias”; en cuanto a los de barrio, tenían que ser elegidos entre los vecinos más solventes y su misión era la de auxiliar a los de Corte. Para su cometido tenían que llevar un libro de matrícula para anotar a los vecinos de su barrio, señas particulares, oficio, naturaleza, medios de subsistencia etc., establecimientos, comercios, mesones, botillería, tabernas, hostelerías, bodegones y casas de juego. Los alcaldes de barrio juraban el cargo en el ayuntamiento y se les entregaba como reconocimiento un bastón de “vara y media de alto, con puño de marfil”. La legislación dada por Carlos III fue tan profusa que no olvidó detalle, como lo demuestra su disposición sobre la observancia de vida y costumbres de las prostitutas, a las que obligó a usar una saya parda rematada en picos -línea quebrada- de donde les vino el apelativo de “las picos pardos”, expresión que devino en “ir de picos pardos”, cuando se quiere aludir a determinados desahogos y regocijos.
Como hemos podido apreciar, los problemas funcionales en materia de orden público han sido desde antiguo harto complejos por la multiplicidad de organismos e instituciones. Pues si a los citados alcaldes de Corte, cuartel y barrio, inválidos, salvaguardias y milicia urbana, agregamos las comisiones que con fines asesores se organizaban -Vagos, Ociosos, Maleantes, Gitanos, etc.-, así como cargos de intendente y superintendente, todos estos intentos, por su parcialismo y limitación, más que contribuir a una solución al problema, lo enrevesaban.
Aguado.
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