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Relatos de la Guardia Civil

RELATOS: LOS HÉROES DE SESEÑA

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Los brillantes hechos de la Guardia Civil necesitan mas de un tomo para historiarlos, y nosotros, ni hemos dispuesto de la estension conveniente, ni hemos podido adquirir todos los datos á su debido tiempo, para seguir otro método en la publicacion que nos hubiera dado resultados mejores. Pero nuestro buen deseo, se ha estrellado con una imposibilidad dificil de vencer por nuestras propias fuerzas, aun cuando lo intentáramos muchas y repetidas veces.

Vamos á tocar el término de nuestra carrera, y he aqui que se ofrece á nuestra consideracion uno de los mas notables hechos que pueden registrar las crónicas de tan benemérita Institucion.

No son ciertamente espertes y consumados veteranos los que dan cima á una empresa peligrosa; sino jóvenes imberbes, que con la gallardia, con el valor y con el aplomo de unos viejos soldados, cumplen con la consigna dada, sin retroceder un paso en el puesto de honor que se habia confiado á su guarda.

El importante hecho que nos ocupa, es un servicio que llamó la atencion, no solo de los jefes de la Guardia Civil, sino de todos los habitantes de la corte y hasta del mismo gobierno que con el mayor entusiasmo premió á sus autores, consignando de este modo un precedente, que puede producir opimos frutos en beneficio de la benemérita Institucion de la Guardia Civil, y sobre todo en el de los pueblos por cuya tranquilidad y seguridad velan constantemente los honrados y, valientes individuos que componen aquella.

II.

No muy lejos de los muros de esta corte se encuentra la dehesa de Amaniel, que la forma un terreno bastante accidentado.

Era el dia 10 de Diciembre de 1859, y en una de las hondonadas de aquella, cerca del acueducto por donde pasan las aguas del Lozoya, se veian seis hombres, no de muy buena catadura, que de vez en cuando dirigian ávidas miradas hácia la pradera de Guardias, demostrando su impaciencia con gestos y por medio de algunas entrecortadas frases.

—Mucho tarda Antonio, exclamó uno ellos.

—No hay que impacientarse, dijo otro, que no será á humo de paja.

—Ya se que Montes es listo para esta clase de negocios.

—Digalo sino el de marras.

—Estará esperando al calmoso de Ramon, replicó un tercero.

—Y como es tan aficionado á los trinquis, exclamó una voz aguardentosa.

—No nos vendría mal un trago, en una mañana tan fria, repuso otro.

No bien habia acabado de pronunciar estas frases, cuando empezaron á bajar, por una de las laderas, dos hombres cubiertos con sendos capotes de monte.

—Buen dia, camaradas, dijo uno de los recien llegados, que parecia ser el jefe de aquella gente. Murmurábais de mí, en tanto kque yo averiguaba la salida del carro del canal y el triguito que lleva. Es preciso que nuestra presencia no infunda sospecha á la Guardia Civil; conque marchemos por distintos caminos al punto que sabeis. Ramon Gil que tiene caballo vigilará el carro y nos dará aviso oportunamente. Treinta talegitas caerán hoy en nuestras manos.

—¡Treinta talegas! esclamaron todos con asombro.

—¡Qué buen negocio! si no se tuerce, dijo uno de ellos con feroz alegría.

—Si todos cumplís mis órdenes es asunto arreglado.

—¡Oh! descuida, replicaron los siete.

—Pues adelante; y cada uno marche por el lado que crea mas conveniente.

Pocos instantes despues aquellos ocho hombres habían desaparecido por entre las quebradas del terreno.

III.

Acababan de dar las diez de la mañana y el carro de la Direccion del canal de Isabel II atravesaba el Campo de Guardias en direccion de Torrelaguna conduciendo treinta mil duros para pago de los jornales de las obras. Montes estaba perfectamente informado.

El encargado de los caudales era D. Miguel Monedero á quien acompañaba D. Doniingo Franco y Palacios vecino de Torrelaguna, que á instancias del primero no habia marchado á su pueblo en el dia anterior. (1)

Ademas de estos iba el carrero y una pareja de Guardias que es muy probable que se relevaran de puesto en puesto.

Cuando marchaban tranquilamente por la carretera seles'incorporó un hombre á caballo, lo que llamó la atencion á los Sres. Monedero y Franco, que preguntaron al carrero si le conocía, á lo que este contestó que no, pero que se parecía mucho á un empleado de la empresa que residia en el Molar.

Así que llegaron á Alcobendas desaparecio el hombre. Detuviéronse nuestros viajeros á almorzar y despues emprendieron la marcha por la carretera de Francia, donde

Desde este punto emprendió el carro el malísimo camino, que á vista del Jarama, se dirige á Torrelaguna.

Eran tantos los malos pasos, que algunas veces se vieron precisados los viajeros á descargar el carro, para sacarlos de los baches y atascos, hasta el punto de verse precisados á uncir á las cuatro hermosas mulas un par de bueyes.

Llegaron por fin á un sitio malo, próximo al arroyo de los juncos, por donde el carro apenas adelantaba terreno, así es que para aligerarlo de peso, se bajaron todos y marchaban como á la desbandada.

No bien habian dado algunos pasos cuando salen de una emboscada hasta ocho hombres, que gritan á los viajeros:

—¡Nadie se mueva ó muere! Solo queremos lo que nos han robado.

Monedero y Franco creyeron que serian algunos empleados que les daban una broma, pero bien pronto se convencieron de lo contrario, al ver que desarmaban y ataban á los inadvertidos y bisonos Guardias. Menos crédulo el carrero, gritó:

—«¡Fuego y á ellos que son ladrones!»

Pero ya no era tiempo y Monedero, y Franco apelaron á la fuga.

Cinco ladrones emprenden tras ellos; Franco que se hallaba delicado se arrojó al suelo enseguida y Monedero se entregó poco despues á sus perseguidores.

Reunidos todos los viajeros les hicieron caminar arroyo arriba, diciéndoles que no se meterían con ellos, si no cometían alguna imprudencia; pero volviendo la cara hacia atrás el Sr. Franco, uno de los bandidos añadió: «porque entonces les saldrán los tacos por el pecho, como á este señor si vuelve otra vez la vista hácia atrás.»

Serian las cuatro de la tarde cuando llegaron al sitio que les pareció oportuno á los ladrones, y allí obligaron á los viajeros á echarse boca abajo sujetándolos con fuertes ligaduras. Les registraron los bolsillos, se apoderaron de cuanto llevaban, y quedándose algunos guardándoles, los otros marcharon á desocupar el carro.

Quejábase amargamente el Sr. Franco, y uno de los guardianes le preguntó si necesitaba algo, á lo que aquel suplicó por hallarse bastante delicado, que le pusieran por cabecera su saco de noche y le abrigasen con su capa. Hízolo así el bandido, y Franco aprovechó esta coyuntura para desprenderse poco á poco de sus ligaduras.

Habia ya casi logrado su objeto cuando se oyó una voz ronca que dejó helados á los viajeros.

—Conductor, ¿cuánto dinero lleva usted?

—Treinta mil y pico de duros, contestó este.

—Pues no hay mas que diez y siete talegas, y si no dice usted donde está el resto se las sacaremos de sus costillas.

—Las que faltan están en el arca del pescante, y en uno de mis bolsillos está la llave.

Los bandidos se apoderaron de la llave, preguntan al carrero si tiene pañuelo, y contestando afirmativamente le sacan del bolsillo del chaqueton el que llevaba y le vendaron los ojos, no sin antes guardarse un duro que arrebujado en aquel habia salvado el infeliz del anterior saqueo. Lleváronle de este modo á donde estaba el carro y le mandaron desenganchar una mula falsa que llevaba; pero el desdichado carrero les replicó:

—Mátenme ustedes, pues quiero morir mejor de un tiro que de un par de coces de esa mula. Si me quitan el pañuelo de los ojos haré lo que ustedes quieran.

No pareció esto bien á los ladrones y le llevaron á donde estaban sus compañeros. Terminada la operacion los bandidos hicieron una seña á los que custodiaban á los viajeros, á los cuales dijeron al partir:

—Señores, vamos á dar una vuelta, pero nadie se mueva: ahí les quedará todo lo que les pertenece.

Comprendiendo el Sr. Franco que los ladrones habian desaparecido, hizo el último esfuerzo y desprendiéndose de sus ligaduras, se levantó y empezó la operacion de desatar á los demas, que vieron con sorpresa les acompañaba un labrador vecino del Molar, al que tambien habian llevado sus mulas.

Una vez en libertad, los señores Monedero y Franco se dirigieron á Torrelaguna, el carrero y el labrador al Molar, y los dos Guardias corrieron á dar parte á los puestos mas inmediatos.

A las primeras horas de la noche se habia puesto ya en movimiento y en persecucion de los malhechores la fuerza de la Guardia Civil de los pueblos inmediatos y la tropa que guarnecia á Torrelaguna. Tambien salió de Madrid con una seccion de caballería el entonces comandante y hoy teniente coronel D. José Garcia Losada, y á pesar de todas cuantas diligencias se practicaron en aquellos dias no produgeron ningunos resultados favorables.

Solo hallaron el carro con los equipajes, que no habian tocado siquiera los ladrones; al dia siguiente apareció una de las muías que llevaron al labrador del Molar, y mas tarde ótras dos de las que llevaba el carro.

Llegó á noticia de la autoridad que en una casa de las afueras de la puerta de Toledo, próxima al canal de Manzanares, se encontrarían indicios del robo, y aunque se procedió con cautela á su registro, no dió tampoco resultados favorables.

No habian pasado muchos dias cuando tuvieron aviso los jefes de la Guardia Civil de que en la casa de, Antonio Montes, vecino de Seseña, podrían encontrarse algunos indicios que tal vez dieran luz para descubrir el robo. Inmediatamente fué confiada tan delicada comision al subteniente D. Manuel de la Huerta y Huerta (1), para que, acompañado de los Guardias segundos José Moraga Muñoz, Cárlos Mondegui y de otros que pudiera recoger de los puestos de Getafe, Pinto y Valdemoro, pasase á Seseña á verificar el registro de la citada casa, con la mayor cautela posible.

IV.

En el momento en que el subteniente Huerta recibió las órdenes de sus jefes, empezó á meditar en la manera de llevar á cabo tan delicado asunto, y llegada la hora, partió á la estacion del ferro-carril del Mediterráneo, acompañado de los dos Guardias.

Habiendo tomado asiento en uno de los wagones de primera clase, se encontró allí con otro oficial del Cuerpo, comandante á la sazon de la compañía de Guardias jóvenes establecida en Valdemoro. Como fueran los dos solos en aquel departamento del coche, el subteniente Huerta participó a su compañero de armas la mision que le llevaba á Seseña, y por cuya razon no irian juntos mas que hasta Getafe, porque tenia que detenerse en este pueblo con el fin de tomar algunos Guardias.

No pareció muy oportuna esta medida al comandante de los Guardias jóvenes, y sabiendo por experiencia que los buenos resultados de un servicio penden muchas veces de la prontitud con que este se lleva á cabo, disuadió á su compañero de que se detuviese en Getafe, y le ofreció la fuerza que tuviera disponible, pues en su concepto, no podia de otro modo dar cima á la empresa con el éxito apetecido. Huerta aceptó muy gustoso el ofrecimiento, y siguió su camino hasta Valdemoro.

En el instante que bajaron del tren, quiso el celoso oficial partir á Seseña; pero el comandante, mas conocedor tal vez de las costumbres de aquellos pueblos, calmó su impaciencia, y le aconsejó, atendida la corta distancia que mediaba entre Valdemoro y Seseña, que á fin de no llamar la atencion, pasasen á oir la música á la academia de los Guardias jóvenes. El comandante le comunicó ademas, sus temores de que algun amigo de los ladrones cayese en sospecha y les diera aviso inmediaíamente. El subteniente Huerta, apreciando la prudencia de tales observaciones, manifestó su conformidad, y se dirigieron á la academia. Así que terminó el ensayo regresaron á la casa del comandante y cenaron tranquilamente, sin que nadie del pueblo llegara á apercibirse de aquel suceso.

Cuando ya fué hora, el comandante dió orden de que se armaran inmediatamente al sargento 1.° de la compañía, José Sanchez Ecija (1) á los Guardias segundos José Gonzalez Sanchez y Manuel Soto Echavarría, y á los Guardias jóvenes Romualdo Franco Ortega, Agustin Fernandez Andrés, Julian Vicente Ridruejo y José Rodríguez Millos, que en union de los dos Guardias que acompañaban desde Madrid al subteniente Huerta, y á las órdenes del mismo, emprendieron la marcha ignorando todos ellos á donde se dirigian.

V.

Fuera ya de Valdemoro, y en un sitio bastante despejado, el subteniente Huerta se dirigió al sargento y le dijo:

—Su jefe de V. me ha encarecido mucho las buenas prendas que le distinguen, y me ha dicho que confie en su pericia y valor. Vamos á Seseña á desempeñar una comision importante del servicio; como no he estado nunca en ese pueblo, espero que V. sea el guia.

—Es favor que me hace mi jefe, tal vez sin merecerlo, contestó con modestia el veterano Sanchez, pero sentiría no corresponder á la confianza que he llegado, á inspirarle. Tampoco he estado yo en Seseña, pero sé el sitio hácia donde cae, y á pesar de la oscuridad de la noche, creo que acertaremos.

Prosiguieron su marcha, no sin tropezar con algunas dificultades, cuando hé aquí que á la distancia de un cuarto de legua del pueblo, se encontraron nuestros decididos Guardias con dos caminos: el sargento reflexionó un instante y se decidió por tomar el de la derecha, que felizmente les condujo en muy poco tiempo á las tapias del pueblo. Este se prolonga en una extension bastante regular de Oriente á Poniente, de modo que el camino de la izquierda les habría conducido al otro extremo donde casualmente estaba situada la casa que buscaban.

Cuando estaban ya muy próximos á las tapias de un corral, el subteniente Huerta llamó al sargento Sanchez; le dijo que se adelantara, y que, tomando las precauciones convenientes, llamara á la primera casa que encontrase, con el fin de saber dónde vivia el alcalde del pueblo. El sargento, cumpliendo con las órdenes de su jefe, echó á andar, y viendo luz por la rendija de una ventana, llamó á ella.

—Quién llama á estas horas? preguntó desde dentro una voz que parecia ser de hombre.

—No se asuste V., buen amigo; es un sargento de la Guaiidia Civil que desea hacerle una pregunta.

—Voy al instante, replicó el que estaba dentro; y con efecto, á los pocos minutos abrió la puerta de la casa.— Aquí me tiene V., señor sargento. ¿Podré saber qué se le ofrece?

—¿Me hace V. el favor de guiarme á casa del alcalde?

—Con mucho gusto.

—Pues entonces, le agradeceré que me acompañe, pero antes avise V. á su familia para que no esté con cuidado durante su corta ausencia.

Hízolo así el honrado paisano, y cerrando la puerta de su casa, marchó en compañía del sargento, que se dirigió al sitio por donde habia de pasar el subteniente Huerta y los otros Guardias.

Mientras que aquel llegaba, preguntó el sargento al complaciente paisano por su nombre, el cual se lo dijo al instante.

Convencido de que no era el sujeto á quien perseguían, le volvió á preguntar de nuevo.

—Digame usted paisano, ¿conoce usted á un vecino de este pueblo, llamado Antonio Montes?

—Sí, señor.

—¿Y de que concepto goza en el pueblo?

—Desgraciadamente, se le reputa bastante mal.

—¿Vive cerca de aqui?

—Al otro extremo del pueblo.

En esto llegó el subteniente Huerta, y el sargento Sanchez le refirió todas las noticias que le habia dado el paisano sobre el particular. En vista de estos informes se dirigieron todos juntos á la casa del Montes.

VI.

Mientras que la Guardia Civil se preparaba á sorprender á Montes, éste y sus amigos disponían todo lo necesario para marchar del pueblo en aquella misma noche.

Así que llegaron al pié de sus paredes, el Sr. Huerta dictó la oportuna medida de que formasen parejas, y que distribuidas convenientemente, cercasen la casa; cuyas órdenes ejecutó con la mayor prontitud y facilidad el sargento Sanchez, por estar aquella completamente aislada.

Hecho esto, el subteniente Huerta mandó al sargento que, acompañado del paisano, fuera á llamar al alcalde, para que se presentase allí con el fin de Jlevar adelante su proyecto; y entre tanto él quedó á la puerta en observacion, mirando por entre las rendijas lo que en el interior de la casa ocurría.

No tardó mucho Sanchez en cumplir su cometido, y al poco tiempo se presentó á su jefe acompañado del alcalde.

El Sr. Huerta cambió con éste un saludo, y le esplicó en voz baja las órdenes que tenia y la razon porque contaba con su auxilio, á lo que le contestó la autoridad del municipio que estaba dispuesto á prestarle todo cuanto fuera necesario á la realizacion del proyecto. Entonces, volviéndose el subteniente al sargento, le dijo:

—He observado por la cerradura de la puerta, durante la ausencia de usted, y he visto cruzar de uno á otro lado y algunos con luces, hasta siete hombres, que segun sus movimientos, acciones y gestos, parece que están disponiéndose para salir de casa. En este concepto, creo lo mas prudente que el Sr. Alcalde llame á la puerta, sin manifestar cuál es el objeto que le trae aquí á tan altas horas de la noche. De esta manera evitamos toda clase de sospechas por su parte y tambien que se preparen á la defensa.

Tanto el Alcalde como el sargento consideraron la idea muy oportuna y conveniente, y el primero empezó á llamar á la puerta de la casa.

Despues de muchos y repetidos golpes, preguntó una voz ronca y desagradable desde dentro:

—¿Quién llama?

—Abre, Antonio; soy yo, contestó el Alcalde. ¿No me conoces?

—¿Pero qué quiere usted á estas horas?

—Abre, hombre, que ya te lo diré.

Pocos instantes despues se abrió la puerta y se presentaron en ella tres hombres que al ver á los Guardias no pudieron disimular su sorpresa y retrocedieron unos cuantos pasos.

Mientras que el subteniente les dirigia algunas preguntas sobre el motivo de encontrarse allí reunidos, el sargento mandó al Guardia Gonzalez que le siguiera, con el fin no solo de registrar la casa, sino tambien para evitar una sorpresa. Dirigióse pues al patio y en él encontró á un hombre, que resultó ser el mismo Antonio Montes.

Los tres malhechores que habían quedado en el portal de la casa con el subteniente y el Alcalde, al observar el movimiento del sargento Sanchez y del otro Guardia, se precintaron á la puerta para escapar, pero la pareja de los Guardias jóvenes les gritó:

—«Alto á la Guardia.»

Despreciando los bandidos aquella intimacion intentaron arrollarles, pero entonces los jóvenes les gritan de nuevo alto, y al ver que desprecian sus intimaciones les hacen fuego y dejan á dos de ellos tendidos en tierra revolcándose en su sangre; mas el tercero al verse ileso echó á correr con la mayor precipitacion, para salvarse por medio de la fuga.

Entretanto, el sargento Sanchez, deteniendo al paisano que habia encontrado en el patio, le intimó á que le dijera lo que habia en la casa y que le enseñase todas las habitaciones. El Guardia Gonzalez, seguía forcegeando para abrir una puerta la que no cedia á pesar de sus multiplicados esfuerzos, de modo que tuvo que colocar su carabina sobre la sangría del brazo, para conseguir mejor su objeto.

Montes que trataba de aprovechar la menor ocasion para escaparse, al ver que le era fácil sorprender al Guardia y quitarle con la mayor facilidad la carabina, se precipitó sobre él; pero el sargento que no perdia ni uno solo de los movimientos de Montes, corrió tras este y antes de darle tiempo, de conseguir su deseos, le asió del cuello y le arrojó al suelo. Entonces fué cuando oyó los dos tiros. Mandó calar bayoneta al Guardia y le ordenó que no dejase levantar al Montes del suelo, pasándolo de un bayonetazo si lo intentaba. En seguida se dirigió hácia la puerta de la calle que era donde habian sonado los disparos.

A pesar de la oscuridad de la noche, observó que no habia nadie á las inmediaciones de la casa; pero un momento despues oyó el ruido de gente que se dirigía hácia allí á buen paso.

Cuando ya divisó que los bultos estaban cerca gritó:

—«¿Quién vive?»

A lo que contestaron.

—«Guardia Civil.»

Alto, dijo el sargento, preparándose á rechazar la fuerza caso de que*fueran otros que intentaran sorprenderles. Con efecto se acercó á aquellos cautelosamente y reconoció al cabo 1.° Santiago Calvo, comandante del puesto de Ciempozuelos que con otros tres Guardias á sus órdenes se hallaba vigilando aquellas inmediaciones, y que vino corriendo al oir los disparos, por tener ya noticias de que en la casa de Montes se albergaba gente sospechosa.

Durante este espacio de tiempo el subteniente Huerta al ver que uno de los tres bandidos habia escapado en bien de la descarga de los Guardias jóvenes y que apeló á la fuga para salvarse, corrió precipitadamente tras él seguido de los otros Guardias, y al cabo consiguió alcanzarle, trabándose entre los dos una tremenda lucha á la que puso termino el Guardia Moraga, descargando un fuerte golpe sobre la cabeza del malhechor.

El alcalde y el jóven Franco, contaron al sargento Sanchez lo ocurrido y le enseñaron los dos hombres que yacian tendidos en tierra, el uno muerto y el otro espirando. En vista de aquel triste espectáculo, se puso de acuerdo con la autoridad, y el alguacil marchó inmediatamente á 'dar aviso al cura y al médico para que prestasen los auxilios que fueran necesarios á aquellos desgraciados. Dejó la fuerza que creyó necesaria para la custodia de la puerta y de los dos que yacian en tierra, y acompañado del cabo Santiago Calvo (1) y de los otros Guardias pasó á reconocer escrupulosamente todas las habitaciones de la casa.

El resultado de aquel minucioso examen, fué la de encontrar á la esposa de Montes en una de las habitaciones y el de rescatar hasta 14,000 duros que hallaron escondidos entre un monton de leña que habia en el patio, entre la paja del pajar, en la cuadra y entre el aparejo de las caballerías que tenían preparadas para emprender la marcha.

La mayor parte del dinero estaba aun en los mismos sacos que tenían la marca del canal de Isabel II, y cuando llegaban los Guardias con ellos para colocarlos en monton en el patio, se presentó el bizarro subteniente Huerta conduciendo al otro bandido que habia querido fugarse. Este confesó llamarse Ramon Gil, y el moribundo aun pudo declarar que su nombre era el de José Gonzalez y no el que figuraba en la cédula de vecindad que le fué encontrada en los bolsillos de su chaqueta. El otro resultó ser ya cadáver, y tanto aquel como este fueron entregados á la autoridad local.

Despues de haber adoptado el Sr. Huerta las medidas que creyó oportunas, dió orden al cabo Santiago Calvo para que con sus tres Guardias quedase custodiando la casa y practicase otro nuevo reconocimiento en el instante que amaneciese. Con efecto el celoso cabo logró rescatar otros 2,000 duros que habian ocultado entre la paja capturando además á otro de los malhechores.

Súpose despues de este lance, que el completo éxito de la empresa se debió á la terquedad de uno de los ladrones, el que se empeñó á pesar de haber cenado opíparamente, que el ama de la gasa les hiciera una gran tortilla de chorizos que debian comerse por despedida.

VII.

Así que el subteniente Huerta vió el resultado de-los repetidos registros que se practicaron, mandó á los Guardias que en las mismas mulas que tenían preparadas los ladrones para fugarse, conlujesen el dinero á casa del Alcalde, donde se formó un exacto inventario. Enseguida emprendió su marcha para Valdemoro, llevándose tambien á los presos, entre los cuales iba la mujer de Montes.

No bien llegaron á Valdemoro, cuando inmediatamente circuló la noticia del acto de arrojo y de valor de los Guardias jóvenes Romualdo Franco y Agustin Fernandez. Criados en el pueblo desde muy niños todo el mundo les apreciaba por sus escelentes cualidades, de modo que aquel dia creció de punto el entusiasmo, y en las dos horas que tuvieron de descanso muchas fueron las escenas de cariño y de ternura con que los vecinos honraron á los dos héroes de Seseña.

A las diez de la mañana emprendieron su marcha para Madrid á las órdenes del subteniente Huerta custodiando el dinero que habian rescatado.

VIII.

Eran las cuatro de la tarde del 21 de Diciembre de 1859, y llamaba la atencion de los habitantes de la corte una pequeña partida de Guardias civiles compuesta de un subteniente, cuatro Guardias jóvenes y otros cuatro de mayor edad que se dirigían al cuartel de San Martin, custodiando unos presos y varias caballerías cargadas al parecer de dinero.

El subteniente D. Manuel de la Huerta sin descansar un instante pasó á dar conocimiento á sus superiores del resultado de su empresa, en cuya entrevista encareció el valor y subordinacion de todos los individuos y especialmente del sargento Sanchez y de los bravos Guardias jóvenes Franco Y Fernandez, á los que las autoridades desearon ver al dia siguiente. En efecto; el sargento Sanchez tuvo el honor de presentarlos á los Sres. Ministro de la Gobernacion, Director general y Gobernador civil de la provincia, cuyas autoridades les tributaron los mayores elogios por su brillante y heroica conducta.

Semejante servicio no podia quedar sin recompensa; así es que en aquel mismo dia recibió el comandante de los Guardias jóvenes, Don Vicente García Aguado (1), una expresiva comunicacion del Sr. Director general del Cuerpo, manifestándole la satisfaccion con que habia visto los importantes servicios que habia prestado la fuerza, y sobre todo el acto de arrojo de los dos Guardias jóvenes, á los que esperaba diese las gracias en su nombre, disponiendo además que se obsequiase á toda la compañía con un extraordinario en la cena de la nochebuena próxima. El mismo dia 24, y á propuesta del Director, resolvió S. M. la Reina, que al subteniente don Manuel de la Huerta y Huerta se le incluyese en turnu de eleccion en la escala de ascenso, concediendo ademas al sargento Sanchez Ecija la cruz sencilla de M. I. L., y la misma pensionada con 30 rs. al mes, á los Guardias jóvenes Franco y Fernandez, cuyas cruces de plata acompañaban á la córriunicacion, para que les fueran colocadas en el pecho al frente de la compañía.

El dia 26, segundo de Pascua, una inmensa concurrencia llenaba la plaza del pueblo de Valdemoro, mirando con avidéz la brillante compañía de Guardias jóvenes que en traje de gala formaban en ellau

Todos fijaban su vista en dos gallardos jóvenes que formaban á la cabeza, y esperaban con ansiedad á su comandante. Llegó por fin este y mandó salir al frente de las filas al sargento primero de la compañía José Sánchez Ecija y á los jóvenes Romualdo Franco y Agustín FernanDez, é inmediatamente colocó las cruces en los pechos de aquellos bravos en nombre de S. M.; no bien terminó el acto, cuando una entusiasta aclamacion resonó por todos los ámbitos de la plaza.

Colocó las cruces en los pechos de aquellos bravos.

Aquel espectáculo era por demas conmovedor.

El pueblo de Valdemoro se deshacia en demostraciones cariñosas y tributaba infinitos elogios á los jóvenes héroes de Seseña, que han alcanzado otra dicha, cual es la de figurar en un distinguido puesto entre los muchos héroes cuyos nombres constituyen las páginas de gloria de la benemérita Guardia Civil.

Himno Guardia Civil