Historia de la Guardia Civil

HISTORIA GUARDIA CIVIL - DESDE ALFONSO VI HASTA LOS REYES CATÓLICOS. (1073 Á 1474) CAPITULO SEGUNDO

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Categoría padre: Guardia Civil
Categoría: Historia Guardia Civil
Publicado el Sábado, 06 Agosto 2016 17:08
Escrito por Antonio Mancera
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CAPITULO II.

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Estado de la España cristiana al terminar el siglo XI.— Alfonso VI .— Su advenimiento al Trono.— Sus desgracias.— Sus victorias.— Conquista de Toledo.— Hermandad de San Martín de la Montiña, la primera que se organizó para perseguir á los malhechores.

      Cuatro siglos iban á cumplirse de la dominación de los sarracenos en España. En tan largo espacio de tiempo, y á fuerza de continuo pelear, los cristianos habían conseguido extender sus conquistas desde las ásperas cumbres de Asturias hasta la extensa cordillera que separa las dos Castillas. Asturias, Galicia, León, parte del Portugal, y lo que hoy conocemos bajo el nombre de Castilla la Vieja, formaban ya un sólo Estado, que venían rigiendo los Reyes descendientes del valeroso D. Pelayo. La Navarra y Aragón también comenzaban á organizarse en Estados independientes, gobernados por Reyes descendientes del mismo tronco. Cataluña hacía tiempo que defendía el pendón del cristianismo bajo la conducta de sus célebres Condes: palmo á palmo iban reconquistando los cristianos su tierra querida, regándola abundantemente con su sangre generosa.


      El siglo XI fué fatal para los árabes de España. En el año 1001, la famosa batalla de Calatañazor hizo pedazos el cetro de los ilustres 0meyas, fundadores fiel Imperio mahometano más floreciente en España; el Califato de Córdoba. Desde entonces comenzó la decadencia de los conquistadores sarracenos. Aquél poderoso Imperio musulmán perdió la unidad de su gobierno religioso, y con ella su fuerza. Los Gobernadores de las principales ciudades principales como Sevilla, Badajoz, Toledo, Zaragoza, Valencia, y los de otras muchas ciudades de menor importancia, muerto Almanzor, el célebre Hagib, ó primer Ministro, del débil Hixem II, se declararon en abierta rebelión contra el poder central haciéndose Soberanos independientes de las provincias puesta á su cuidado, y trayendo todo el Imperio revuelto y alborotado con guerras crueles, ya aliándose entre sí varios de aquellos reyezuelos para defender sus dominios de los asaltos de los cristianos, su enemigo común, ó ya aliándose á veces también con los cristianos para despojar de sus Estados á otro de su misma ley.


      Los Monarcas cristianos se aprovecharon bien de aquellas discordias y fraccionamiento del Imperio musulmán; habiendo sido uno de los Reyes más esclarecidos en aquel siglo, por sus conquistas, su piedad y su valor, D. Fernando I de Castilla. Pero este gran Rey, no obstante los consejos de muchos de sus nobles vasallos, principalmente del Conde D. Arias Gonzalo, «hombre viejo y de experiencia, como dice Mariana, y que había tenido con los Reyes grande autoridad y cabida por su valor en las armas, prudencia y fidelidad, en que no tenía par,» cometió á su muerte el mismo notable yerro, fuente de discordias y calamidades, que su padre, D. Sancho el Mayor de Navarra.


      No escarmentado D. Fernando I con aquel ejemplo sangriento, en que él mismo había sido uno de los primeros actores pudiendo más en su ánimo el amor de padre que la razón de Estado, dividió sus dominios entre sus cinco hijos, dando á D. Sancho, su primogénito, la Castilla con las conquistas que había hecho desde el Ebro hasta el Pisuerga; á D. Alonso, su predilecto el Reino de León y algunos otros terrenos colindantes adquiridos en las últimas conquistas; á D. García, su hijo menor, la Galicia y la parte del Reino de Portugal que había ganado á los moros. A los tres Infantes dio el título de Reyes. A la Infanta doña Urraca dio la ciudad de Zamora, y á doña Elvira la de Toro, comandando á todos sus hijos la mayor unión y concordia.


      Lamentábase amargamente el Príncipe D. Sancho de aquella medida de su padre, tanto por creerse perjudicado en las particiones, como por aspirar á la posesión de todo el Reino, por ser el primogénito, si bien este derecho no estaba entonces reconocido. No obstante, deseaba vivamente despojar á sus hermanos de la herencia paterna; pero mientras vivió su madre doña Sancha, ahogó sus resentimientos, pues tan grande era el amor que la tenía, que fué bastante á contener los ímpetus de su ambición. Pero habiendo muerto aquella señora dos años después que su marido, inmediatamente se aprestó á poner en ejecución sus planes.


      Invadió el Reino de León, que era lo que más codiciaba. D. Alfonso reunió apresuradamente sus huestes, y sin tiempo para recibir los auxilios que le enviaban sus primos los Reyes de Aragón y de Navarra, enemigos de D. Sancho salió al encuentro del invasor. Trabose la pelea (año 1068) junto á un pueblo llamado Plantaca, en la cual llevó el de León la peor parte, viéndose precisado á encerrarse en la capital de su Reino, si bien dejando tan menguadas las fuerzas de su contrario, que no pudo éste proseguir la conquista. El año 1071 volvió D. Sancho á invadir el Reino de León, y quedó derrotado en la batalla de Golpejar, á las márgenes del río Carrión. Antes de darse la batalla, dicen algunos historiadores que los dos Reyes habían estipulado que el que saliera vencido cedería su Reino al vencedor; y ya fuese que D. Alfonso creyese firmemente que su hermano cumpliría su palabra, ó bien por un lamentable descuido, lo cierto es que, en lugar de seguir persiguiendo al derrotado enemigo, se contentó solamente con apoderarse de su campamento.


      Apercibida la falta por un valeroso caballero del Ejército de D. Sancho, Rodrigo Díaz, conocido con el sobrenombre del Cid, acercándose á D. Sancho, le dice: «Aún es tiempo, señor, de recobrar lo perdido, porque los leoneses reposan confiados en nuestras tiendas; caigamos sobre ellos al despuntar el alba, y nuestro triunfo es seguro . » Recogió D. Sancho sus dispersos soldados, y por la madrugada, cuando más abruma el sueño, cayó sobre el campamento de los descuidados leoneses, y casi todos fueron pasados á cuchillo. D. Alfonso se retiró á la iglesia de Carrión, lugar fuerte y guarnecido de soldados; pero de allí fué arrancado y enviado preso al castillo de Burgos. La Infanta doña Urraca amaba entrañablemente á su hermano D. Alfonso. Llena de amargo dolor por su desgracia, rogó al noble Conde D. Pedro Ansurez que intercediese por él; y tales fueron las gestiones de aquel distinguido y leal caballero que D. Sancho consintió en dejar en libertad á su hermano, á condición de que tomase el hábito monacal en el monasterio de Sahagún. D. Alfonso vistió la cogulla, pero los mismos personajes que le facilitaron la salida del castillo de Burgos, hallaron medio para que se evadiese de Sahagún; y entonces D. Alfonso se refugió en Toledo.


      Reinaba á la sazón en Toledo un Príncipe árabe, dotado relevantes prendas, entre las cuales sobresalían la generosidad y la magnanimidad de su corazón. Aben-Dylnum se llamaba, ó Al-Mamu, ó Almenón, según los diferentes historiadores que hemos consultado. Era D. Alfonso muy apuesto y agraciado, modesto y de modales afables; se hallaba en la flor de su juventud y Aben-Dylnum, oyéndole referir sus desgracias, no pudo menos de interesarse vivamente por su suerte.


      Diole franca y liberal acogida, le señaló morada cerca de Palacio, y una hermosa almunia ó casa de campo fuera de los muros de la ciudad, en los montes que rodean á la misma. El amor que doña Urraca tenía á su hermano le proporcionó agradable compañía en aquellos lugares. Tres hermanos de la nobleza de León, D. Pedro Ansurez, D. Gonzalo y D. Fernando, seguidos de otros muchos caballeros deudos suyos, acompañaron en su destierro á D. Alfonso. Todo el tiempo que duró aquella emigración, D. Alfonso y los caballeros cristianos se ocupaban en cazar en los montes, ó en auxiliar á Aben-Dylnum en guerras que le movían los reyezuelos moros comarcanos. Cuéntase que hallándose D. Alfonso, un día del estío, recostado contra un árbol en los jardines de su almunia, y como vencido del sueño, paseaba á corta distancia de él Aben-Dylnum con algunos caballeros de su Corte. El Rey moro, admirando la solidez y extensión de las murallas de Toledo, preguntó á los caballeros que le acompañaban si sería posible de rendir por un asedio tan firme baluarte. Uno de aquellos caballeros contestó que sólo había un medio para conseguirlo: el talar la vega y campos que rodean á Toledo, por espacio de siete años consecutivos, á fin de reducirla por hambre. D. Alfonso, que del todo no estaba dormido, oyó la conversación, y aquel sabio consejo lo encomendó á su memoria.


Litografía Alfonso VI El Bravo
Alfonso VI El Bravo.


      Mientras estas cosas pasaban en Toledo, D. Sancho destronó á su hermano D. García, despojó á su hermana doña Elvira de la ciudad de Toro, y puso cerco á Zamora, donde recibió traidoramente la herida que puso fin á las victorias de sus guerras fratricidas. Sus vasallos le dieron sepultura en el monasterio de Oña, y en el epitafio que le pusieron le comparan á los dos héroes más famosos de la antigua Troya: á París en la hermosura, y á Rector en el valor . Doña Urraca se apresuró á enviar á su hermano D. Alfonso, sigilosamente, un mensajero fiel, que le informase de la muerte de D. Sancho y le diese prisa á venir á tomar posesión de su Reino.


      Paseaba á caballo una tarde D. Pedro Ansurez, como tenía de costumbre, por los campos de Toledo, al parecer con la intención de cazar, pero con el fin verdadero de ver si encontraba algún viajero de Castilla que le diese noticias de lo que en su patria ocurría, cuando se le acercó el mensajero de doña Urraca. Inmediatamente corrió á comunicar á D. Alfonso aquella fausta, al par que lamentable nueva. No sabían que partido tomar los caballeros que acompañaban á D. Alfonso; si evadirse sin decir nada al Rey Aben-Dylnum, por temor de que los detuviese hasta arrancarles humillantes concesiones, ó manifestarle claramente el estado de las cosas. En esta perplejidad, exclamó de repente don Alfonso: « No, no debo ocultar nada á quien tan generosa y noblemente se ha portado conmigo tratándome como á un hijo.» Y no se engañó D. Alfonso al tomar semejante determinación.


«¡Loado sea Dios, exclamó Aben-Dylnum lleno de alegría, después de haber escuchado á D. Alfonso, que te ha inspirado tal pensamiento! Él ha querido librarme á mí de cometer una infamia, y á ti de un peligro cierto; si hubieras intentado fugarte de aquí sin mi conocimiento y voluntad, no hubieres podido salvarte de la prisión ó la muerte, porque ya había hecho vigilar todas las salidas de la ciudad, con orden á mis guardas de que aseguraran tu persona. Ahora ve y toma posesión de tu reino; y si algo necesitas, oro, plata, caballos, armas ú otros recursos, de todo te podrás servir, pues todo te será inmediatamente facilitado


      D. Alfonso dio las gracias al Rey de Toledo por sus bondades, y celebró un tratado de guardarle amistad, y de alianza ofensiva y defensiva, mientras viviese él y su hijo primogénito Hixem-Al-Kadir. Inmediatamente después dispuso su partida. El Rey Aben-Dylnum salió á acompañarle á larga distancia de la ciudad, y en lo alto de una colina, desde la cual se dominaba gran trecho del camino, se separaron los dos Monarcas abrazándose tiernamente.


      D. Alfonso se encaminó primero á Zamora, donde le aguardaba su cariñosa hermana, y allí fué reconocido y jurado Rey de León; y en seguida se dirigió á Burgos á recibir el juramento de la nobleza de Castilla.


      Los nobles de Castilla habían acordado no aprestar su juramento al Príncipe D. Alfonso, mientras él no jurase no haber tenido la menor participación en la muerte de su hermano D. Sancho. Accedió D. Alfonso á tan desmedida exigencia; y el día señalado para la ceremonia, de pie sobre un tablado levantado al efecto en medio de la iglesia de Santa Gadea, con la mano derecha extendida sobre el libro de los Evangelios, esperaba sereno y tranquilo á ser interrogado. La nobleza castellana, en la cual siempre ha ido el valor á la par con el respeto á sus Reyes, absorta y muda contemplaba á su Rey, como arrepentida de tamaña osadía, cuando de repente la voz robusta del Cid desgarró aquel silencio sepulcral, exclamando con elevado acento: «Rey D. Alfonso, ¿vos venís á jurar por la muerte del Rey D. Sancho, vuestro hermano y mi señor, que si lo mataste ó fuiste en aconsejarlo, decid que sí; y si no, muráis tal muerte cual murió el Rey vuestro hermano, y villanos os maten, que no sean hidalgos, y venga de otra tierra que no sea castellano?» El Rey y los caballeros, allí presentes, contestaron: Amén. El Cid repitió segunda y tercera vez su atrevida pregunta; el Rey á la segunda vez perdió el color; pero á la tercera, no pudiendo ya contener su enojo, prorrumpió irritado: «Barón Rodrigo Díaz, ¿por qué me ahíncas tanto, que hoy me haces jurar y mañana me besarás la mano?» á lo que respondió el Cid: «Como me ficiéredes algo, que en otras tierras sueldos dan á los hijos-dalgo, y así fareis vos á mí si me quisiéredes por vuestro vasallo Mucho pesó al Rey aquella libertad de Rodrigo; y desde entonces no mediaron entre tan gran Rey y tan esforzado campeón, dignos el uno del otro, la más cordial inteligencia.


      Alzado D. Alfonso por Rey de Castilla y de León, siempre guardó fielmente la palabra empeñada á Aben-Dylnum, el cual al morir dejó á su hijo Hixem-Al-Kadir bajo la protección y tutela, entre otros, del Rey de Castilla su amigo, «de cuya lealtad y amor estaba muy seguro». El Príncipe Hixem-Al-Kadir fué destronado por sus mismos súbditos, que le acusaban de tener más afecto á los cristianos que á ellos; y libre con esto D. Alfonso de sus compromiso, emprendió la conquista de Toledo, el baluarte más fuerte en aquellos tiempos, en la Península española, de los sectarios de Mahoma; lo cual consiguió gloriosamente después de seis largos años de asedio, el de 1085 de la era Cristiana, dando el golpe más terrible á la morisma, y extendiendo los límites de la España cristiana hasta entrambas orillas del caudaloso Tajo.


      Este magnánimo Rey, la gran figura del siglo XI, fué el primero indudablemente que empleó las hermandades que formaban entonces los pueblos , para defenderse de los ataques de los nobles turbulentos y de las algaradas de los moros, en perseguir á los bandidos; por lo cual nos hemos complacido en dar á conocer á nuestros lectores, con toda la extensión que nos permite el carácter de esta obra, su genio, las principales vicisitudes de su vida y sus gloriosas empresas.


      Después de las muchas investigaciones que hemos hecho, y de los preciosos datos que hemos consultado y que poseemos sobre el origen de las viejas hermandades de Toledo, Ciudad-Real y Talavera de la Reina, de lo cual trataremos con extensión en el capítulo siguiente, no nos queda la menor duda de que los primeros privilegios que fueron concedidos á los colmeneros y ballesteros de los montes de Toledo para que, formando hermandad entre sí, se dedicasen especialmente á la persecución y castigo de los malhechores que infestaban aquellas frondosas comarcas, que también en nuestros días sirven de refugio á gente de la misma ralea, les fueron otorgados por D. Alfonso VI.


      El término de la Imperial ciudad de Toledo, á causa de su fertilidad y de los muchos bosques en que abunda, ha sido desde muy antiguo seguro refugio de malhechores, fieras y alimañas. Entre los pagos en que está dividido, se distingue por su rusticidad, por las encinas seculares de que está poblado, sus anchas cuencas y profundos barrancos, sus vastas soledades y desiertos por donde apenas circula mansamente, como perdida entre las yerbas algún cristalino arroyuelo, el conocido con el nombre de Sisla Menor. Esta dehesa, imagen viva de la naturaleza virgen y selvática, y que en la edad media dio asilo á mucho santos ermitaños, traspasando el término de Toledo, y cerca de Ajofrín y Sonseca, presenta el terreno aún más áspero y montuoso; y esta parte, que lleva el nombre de Sisla Mayor, es conocida por la Dehesa del común, que en el día disfruta la historia hermandad de San Martín de la Montiña.


      El origen de esta hermandad tampoco es conocido; y aunque, según el parecer de personas ilustradas á quienes hemos consultado, se fija en el reinado de D. Fernando III (el Santo), creemos, y no sin fundamento, que su formación es de fecha muy anterior. Indúcenos á ello el ver en un privilegio del Santo Rey, que les autoriza, como lo había hecho su abuelo el Rey D. Alfonso, « para andar por los montes y poder cazar en ellos é sus tierras libremente.» Es más que probable que recién conquistada la Imperial Toledo, las frondosidades de sus espesos montes albergasen multitud de malhechores, porque, confundidos conquistadores y conquistados, la animadversión que se profesaban no podía menos de producir crímenes, cuyos autores creerían quedar impunes ocultándose en aquellos inhabitados bosques. Alfonso VI, pues, no debió ser indiferente á estos males; y aunque no hayamos encontrado ningún documento auténtico que asegure la creación de hermandades para ocurrir á ellos, como que éstas se organizaban entre los pueblos, y después recurrían al Rey en demanda de su confirmación, no extrañaríamos que en el archivo de algún Ayuntamiento estuviese enterrado algún documento que corroborase nuestra opinión. Ésta tampoco puede llamarse aventurada puesto que ya antes de la conquista de Toledo vemos algunos pueblos de Castilla constituidos, si no en hermandad propiamente dicha, en asociación vecinal, para perseguir al que hiere á otro, lo matare ó causare homiciello (homicidio) dentro del término de tal villa ó lugar. Por eso repetimos que para nosotros no admite ningún género de duda que, recién conquistado Toledo, Alfonso VI debió conceder algunas ventajas á los que se ofreciesen á habitar en los montes con el encargo de perseguir á los malhechores y limpiar los caminos de fieras y alimañas.


      La Sisla Mayor, ó la Montiña, la disfrutan hoy trece pueblos comuneros, á la cabeza de los cuales está Toledo. Cerca de dicha dehesa, pasaba la antigua vía de Calatrava. Infestada de bandidos aquella selva, cuya espesura les ofrecía seguro asilo, y la proximidad del camino un campo abierto á sus crímenes, y hallándose también plagada de fieras y alimañas, por no haber aún penetrado en ella el hacha del leñador, los vecinos de Toledo, no pudiendo vivir con tan molesta vecindad, pidieron auxilio á los de los pueblos indicados para hacer una gran batida, cuyo resultado fué limpiar completamente aquella tierra; y en recompensa de este servicio, la ciudad de Toledo concedió á los mismos pueblos el usufructo mancomunado de la Montiña; y, tanto para disfrutarle como para continuar defendiendo el país de las hordas de forajidos que en él venían á refugiarse, organizaron todos unidos una hermandad con el título y bajo la advocación de San Martín de la Montiña, bajo cuya denominación se ha conocido hasta nuestros días; y existe todavía en aquel término una ermita que lleva este nombre.


      Entre las varias obras y crónicas que se han escrito sobre la vida del santo Rey D, Fernando III, hemos registrado con predilección y con sumo cuidado la que, en nuestro concepto, está escrita con más conciencia, contiene mayor número de noticias curiosas, y en la que se advierte más criterio en su narración . Absolutamente nada se dice en ella de esta antiquísima hermandad, ni la dehesa mencionada aparece comprendida en los terrenos que San Fernando vendió á la ciudad de Toledo en cuarenta y cinco mil maravedís el año 1246 de la era cristiana. Del tiempo de San Fernando solamente se conserva un documento muy precioso, de que hablaremos en el siguiente capítulo, relativo á esta especie de hermandades; por lo cual todo nos induce á creer que, tanto la de los colmeneros y ballesteros de los montes de Toledo, como la de San Martín de la Montiña, cuyo objeto fué tener limpios de fieras y malhechores terrenos del término de dicha ciudad y otros colindantes con él, debieron formarse inmediatamente después de haber sido conquistada por D. Alfonso VI, viniendo en favor de nuestra opinión, á más de lo que dejamos sentado, el nombre del Santo de aquella hermandad, puesto que San Martín fué soldado, y tal vez algunos guerreros de aquel tiempo la formaron bajo su invocación; siendo aquella falta de policía, incuria y abandono en que se encontraba aquella comarca, el resultado necesario de los seis años de guerras y estragos que precedieron á la rendición de aquel firmísimo baluarte del islamismo.


      Un ilustrado historiador pretende que la primera idea de hermandad contra salteadores de caminos y facinerosos, tuvo lugar entre navarros y aragoneses el año 1204. Antes hemos sentado nuestra opinión de que las primeras hermandades con destino á la seguridad de los caminos fueron las que ya quedan referidas. Pero en los confines de Navarra, y Aragón, en el año de 1204, se formó una hermandad que por el pronto produjo muy buenos resultados.


      Acababan de pactar una tregua los Reyes de Navarra, de Aragón y de Castilla. El turbulento D. Bibiano, Sr. de Agramont, también había consentido en prestar homenaje á su Rey don Sancho (el Fuerte), y durante aquellos breves momentos de ocio concedidos á las armas, se dejó sentir esa plaga del comercio público, principalmente en las Cárdenas de Navarra, distrito confinante con el Reino de Aragón, tierra quebrada y cubierta de bosque. No pudiendo soportar los pueblos limítrofes de uno y otro Reino hacia aquella parte, los asaltos y latrocinios de tales malvados, y para remediar tamaños males, á principios del citado año se formó una cofradía con leyes semejantes á las que después tuvieron las hermandades en otros puntos, y en la cual entraron por parte de Navarra los pueblos de Tudela, Murillo sobre Tudela, Arquedas, Valtierra, Cadreyta, Alesves (hoy Villafranca), Milagro, Peralta, Falces, Caparroso, Santacara, Murillo el Fruto y Carcastillo; y de parte de Aragón, Tauste, Egea, Luna, el Bayo, Luesia, Biota y Erla, que debe ser Bierlas. Para gobierno de la cofradía, los Comisarios de ambas partes se juntaban el último jueves de enero en el término llamado entonces la Estaca, dentro de las mismas Bárdenas, y donde el Rey don Sancho construyó una fortaleza, tal vez con este fin.


      Los Estatutos de esta cofradía comienzan de la manera siguiente: «En el nombre de Dios y su gracia. Ésta es la carta y memoria de aquélla cofradía que hicieron los navarros y aragoneses en aquella Estaca, que es en la Bárdena, salva la fidelidad del Rey de Navarra, y salva asimismo la fidelidad del Rey de Aragón. Y asistió allí de parte de Navarra D. Ximeno de Rada, y de parte de Aragón D. Ximeno de Luesia.»


      Los Reyes seguramente prestaron su autoridad á aquellos Estatutos, por cuanto en uno de ellos se lee: «Que si algún cofrade topare al salteador en el malhecho, lo prenda luego, y no esperen al Rey ni al Señor del pueblo, para que sea luego ahorcado.» Además establecen que los Junteros ó Comisionados de los pueblos anteriormente citados, se reúnan á conferenciar en el punto designado, de tres en tres semanas. Más adelante, dichas juntas tuvieron lugar en el magnífico templo de San Zoilo, en el término de Villa-Caseda, á lo cual induce á creer el ver al lado de los muchos escudos que hay en la puerta y en el altar mayor de dicho templo, con la insignia de Navarra en lugar preeminente, otros muchos con las armas de Aragón . Pero como hemos dicho antes, esta cofradía de navarros y aragoneses sólo produjo buenos resultados por el pronto, pues las alteraciones posteriores que tuvieron lugar en Navarra, y sus eternas discordias intestinas entre los bandos Agramonteses y Beamonteses, mantuvieron aquel Reino en términos, que ni aún á fines del siglo XV se podía ir de un lugar á otro sin tomar escolta, y marchar en orden de guerra .


      Tristísimo espectáculo nos ofrece la historia de la edad media. La guerra ardiendo por todas partes, de un extremo á otro de la Península, y esparciendo en torno de sí la desolación y los estragos. La agricultura, huérfana de brazos, se encontraba en el mayor abandono. Las más ricas comarcas, desiertas y despobladas. En la crónica de Alfonso VII de Castilla leemos con asombro, que, antes de avistarse dos Ejércitos enemigos, tenían que andar leguas y leguas por desiertos inmensos, y que los viajeros tenían que reunirse en caravanas para trasladarse de un lugar á otro; ni más ni menos que sucede en el día en los dilatados y arenosos desiertos del Africa y de la Arabia, que recorren sin cesar tribus errantes de sanguinarios beduinos.


      En medio de tanta anarquía y desorden, en medio de aquella inmensa relajación de todos los vínculos sociales, en que sólo predominaba el derecho del más fuerte, en que el Trono estaba limitado en sus facultades á muy reducidos derechos, y sin la fuerza suficiente para hacerlos respetar; los pueblos, en aquella agonía, pertrechados con los preciosos fueros que los Reyes concedían, en todos las cuales aparecen penas severas contra malhechores y criminales, estando autorizados los mismos pueblos para aplicarlas, y con la fuerza que da el mayor número acudieron instintivamente á la defensa de lo más esencial para el hombre en esta vida: la seguridad personal y la propiedad; y así nacieron las instituciones que venimos examinando, las cuales, desde un origen informe y casi selvático, con las penas atroces que ejecutaban en los delincuentes, y las facultades omnímodas de que se hallaban revestidos los individuos alistados en ellas, veremos irse modificando á través de los tiempos y con el progreso de los siglos, á la par que el poder ejecutivo ha venido acrecentando sus derechos y atribuciones, y sus fuerzas para hacerlos respetar y cumplir, con notable beneficio para la sociedad en general.

- HISTORIA DE LA GUARDIA CIVIL - (1858)

- INTRODUCCION HISTORIA DE LA GUARDIA CIVIL - 1858 -

- HISTORIA GUARDIA CIVIL -1858- DESDE ALFONSO VI HASTA LOS REYES CATÓLICOS. (1073 Á 1474) CAPITULO I.