Historia de la Guardia Civil

HISTORIA GUARDIA CIVIL - DESDE ALFONSO VI HASTA LOS REYES CATÓLICOS. (1073 Á 1474) CAPITULO PRIMERO.

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Categoría padre: Guardia Civil
Categoría: Historia Guardia Civil
Publicado el Sábado, 06 Agosto 2016 16:52
Escrito por Antonio Mancera
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ÉPOCA PRIMERA.


DESDE ALFONSO VI HASTA LOS REYES CATÓLICOS.

(1073 Á 1474)

CAPITULO PRIMERO.

     unif202 Estado civil y político de Europa y de España en el siglo XI.— Fueros municipales.— Hermandades populares, origen de las hermandades organizadas para la persecución de malhechores.

      Luego que las tribus bárbaras venidas del centro del Asia llegaron á fijarse en las diferentes regiones de Europa, comenzaron á bosquejarse las naciones en que hoy vemos dividida esta parte del mundo, y nació el feudalismo. A la caída del Imperio romano, ocasionada por la desmoralización general del pueblo y del Ejército y por las continuas invasiones de aquellas hordas, que, cual oleadas de un mar embravecido, cubrieron el suelo europeo de sangre y de ruinas; de aquella civilización, que debía desaparecer para siempre, surgió el feudalismo; primer paso, mejor dicho, primer eslabón de la larga cadena de instituciones políticas y militares que, sirviendo primero de antemural á la barbarie, y después á la anarquía, habían de traer la civilización moderna á través de los tiempos y de luchas sangrientas y continuas, emancipando á todas las clases de la sociedad y dando fuerza y robustez al principio de autoridad, reconcentrándolo en un poder único en la nación.

Sin entrar en largas disertaciones sobre el feudalismo, vamos á dar una idea exacta y concisa de lo que fué en Europa y en España

Porque así lo reclama la obra que escribimos y conviene al esclarecimiento de los hechos que en el curso de la misma tenemos que narrar.

La voz feudo significa posesión conferida por un alto señor en premio de servicios hechos y con carga de otros nuevos. En efecto, conforme las tribus bárbaras se iban estableciendo en los países conquistados, el Jefe supremo de uno de aquellos Ejércitos señalaba tierras á los Jefes subalternos que militaban á sus órdenes, para que se establecieran en ellas con los individuos de su hueste, con la obligación de prestar ciertos servicios. Así se formaba una cadena de dependencias, un orden jerárquico, desde el supremo señor hasta el último siervo.

Al principio las tierras concedidas como premios del valor no eran hereditarias; pero al fin llegaron á serlo. No había señor sin tierra, ni tierra sin señor, y la naturaleza de los bienes indicaba la mayor ó menor categoría que en el orden social disfrutaba su dueño. La tierra constituía la personalidad del feudatario, y debía permanecer indivisa y pasar á su hijo ó heredero primogénito. A pesar de haberse hecho hereditarios los bienes raíces feudales, la costumbre les conservaba el carácter de personales, y el heredero, antes de tomar posesión de ellos prestaba juramento y los recibía de manos del señor de quien se reconocía vasallo. Con la cabeza descubierta, depuesto el bastón y la espada, se postraba ante él, colocaba sus manos en las del señor, y decía: Desde este día soy vuestro hombre y os consagraré mi fe por las tierras que de vos tengo; en seguida prestaba juramento de fidelidad, y poniendo la mano sobre algún libro sagrado, añadía: Señor: os seré fiel y leal, os guardaré mi fe por las tierras que os pido, os tributaré lealmente las costumbres y los servicios que os debo, si Dios y los santos me ayudan. Acto continuo besaba el libro, y sin arrodillarse ni ejecutar movimiento alguno de humildad, el señor le daba la investidura, entregándole una rama de árbol, un puñado de tierra ú otro símbolo mediante el cual se consideraba el vasallo convertido en hombre suyo. A esto se llamaba prestar fe y homenaje.

La esencia del feudalismo consistía en la estrecha conexión del vasallo con el señor, hasta el punto de identificarse con él; ningún vínculo le unía con el Rey ni con la nación; á nadie conocía más que á su señor inmediato; únicamente de su autoridad recibía órdenes: á él prestaba sus servicios; de él reclamaba protección y justicia; y solamente por considerársele miembro del cuerpo llamado feudo, y por ser en cierto modo cosa de su señor, obtenía justicia de sus vecinos, súbditos de otros señores feudales.

Además de las tierras, también se dieron en feudo, y llegaron á ser hereditarios, ciertos empleos, como los de Senescal, Palafrenero, Copero, Porta-estandarte, Vizconde, y también los altos mandos militares, la más absurda de las herencias, pues de continuo se encontraban los Reyes embarazados, por tener legalmente á su lado personas que en lugar de ejecutar sus órdenes ponían obstáculos á su cumplimiento.

El señor feudal era en sus dominios un Monarca despótico. Respecto á los demás propietarios, no era más que un igual; pero en su feudo nadie podía imponerle leyes ni tributos, ni requerirle en justicia. El Rey no era entonces el Magistrado supremo del Estado; no era el Jefe de una nación libre, el ejecutor de la voluntad de una Asamblea soberana, cuyas leyes sancionase, ni el General del Ejército nacional, sino únicamente el propietario directo de los feudos por él conferidos, y sólo podía disponer como Soberano de sus vasallos inmediatos.

El principio, hoy tan universal, de que la ley es obligatoria para todo el Reino, no estaba en práctica en aquellos tiempos; el Gobierno carecía de su atributo más esencial, el de poder hacer leyes. Las antiguas Asambleas legislativas llegaron á convertirse en Consejos del Rey, á los cuales asistían los Barones que eran de su agrado, y eso si á ellos les placía, pues el Rey no tenía fuerza para obligarlos; y la mayor parte de las veces que se reunían, más era para ostentar su magnificencia, que para ocuparse de los intereses públicos.

La Corona no poseía todos esos derechos é inspecciones que en el día le pertenecen como poder director universal de la nación. Las únicas regalías que tenía eran la jurisdicción, los peajes, el derecho de acuñar moneda y la explotación de minas; y aun éstos, unos tras otros se los iban usurpando los grandes vasallos. No se conocía tampoco ese arte que en día es el primero en los modernos sistemas de gobernar á las naciones: el de la Hacienda pública. La Corte no estaba rodeada del boato y de la magnificencia que ahora ostenta; los empleos feudales no eran retribuidos; de manera que á los Príncipes les bastaba para ocurrir á las necesidades de su alta jerarquía con el producto de las regalías y de sus bienes patrimoniales. En caso de guerra, los vasallos estaban obligados á contribuir con ciertos tributos determinados é invariables, y cada uno mantenía su mesnada ó hueste. El servicio militar era de corta duración, y los soldados abandonaban las filas al expirar el término estuviese ó no concluida la campaña. Cuando algún peligro, como, por ejemplo, una invasión de enemigos, amenazaba á todos, los señores vecinos poníanse de acuerdo acerca de lo que á cada cual le tocaba hacer en sus dominios, y en estas Juntas el Rey entraba solamente como una de las partes contratantes, pero sin fuerza superior coercitiva.

Inculcando en sus súbditos el espíritu de localidad, y haciendo que en todas las relaciones sociales la idea de localidad y de territorio sustituyese á la de nación y personalidad, consiguieron los señores feudales hacerse más independientes del Rey, trasformarse en pequeños Soberanos, apoderarse de las regalías de la Corona, explotar las minas en sus tierras, é imponer peajes á los que por ellas transitaban; y en algunas naciones, como en Francia, hasta llegaron á tener el derecho de acuñar moneda con la efigie del Monarca. Así la justicia dejó de ser una delegación superior, y vino á convertirse en una consecuencia del derecho de propiedad. El señor feudal no estaba sujeto á la inspección del Rey, ni el Rey podía removerlo de su puesto, y si cometía algún atropello, no podía ser reconvenido sino como podría serlo en el día un Rey por el de otra nación. En la jerarquía feudal no existía un tribunal supremo, y el Rey no tenía derecho para anular una sentencia injusta de los tribunales feudales, si no era bastante fuerte para atreverse á hacerlo. Por último, luego que toda propiedad llegó á convertirse en feudo ó sub-feudo, y todas las magistraturas se hicieron inamovibles y hereditarias, los Duques, Condes, Marqueses y altos Barones fueron considerados como señores absolutos de sus tierras; sus habitantes estaban obligados á obedecer ciegamente sus órdenes, así en la paz como en la guerra; no pagaban tributos, ni estaban obligados á admitir composición por las ofensas recibidas, sino que tomaban venganza de ellas en la guerra privada que podían hacer hasta á su Soberano; y este derecho (el derecho del puño), que tenían en grande estima, y consideraban como la más preciosa de sus garantías, era el mayor germen de anarquía y de continuos desórdenes, pues á las guerras nacionales se añadían las parciales de los feudatarios de individuo á individuo.

Las invasiones de los normandos, de los sarracenos y de los húngaros obligaron á los pueblos á levantar murallas y torreones para su defensa; edificios que en aquella época de tantos desórdenes, y en que la guerra era una necesidad, los señores feudales vieron que eran muy á propósito para defenderse de sus vecinos, para imponer su voluntad omnímoda á los Reyes, y para ocultar el fruto de sus rapiñas. Algunas veces los Reyes mandaron demoler aquellas fortificaciones, abuso de la fuerza; pero como en su mano estaba el mandar, más no el hacerse obedecer, las más de las veces semejantes mandatos no eran obedecidos.

Multiplicáronse, pues, los castillos y fortalezas; hasta los conventos y las iglesias se fortificaron también, y en los campanarios y torreones velaba de continuo un centinela para avisar la aproximación del enemigo. Los antiguos edificios, como templos, basílicas, palacios, eran sólidas moles protegidas por fuertes verjas de hierro, con sus troneras, fosos y puentes levadizos.

He aquí la animadísima pintura que hace un ilustre historiador contemporáneo de los castillos feudales y de la clase de vida que en ellos hacían sus habitantes:

«Generalmente el feudatario escogía para su residencia una altura en medio de sus dominios, y allí construía un castillo; esos castillos, cuyas ruinas coronan aún las cimas de las montañas, objeto de curiosidad para nosotros, de espanto para nuestros mayores, y que recuerdan una sociedad dividida en sí misma, donde las armas hacían las veces de derecho y de ley, símbolo del poder solitario é independiente, de la fuerza y de la importancia personal. Entre las humildes cabañas, como un bandolero en medio de una turba servil, se elevaban esos edificios de piedra maciza, con torres redondas ó polígonas, coronadas de almenas. Una de estas torres, menos gruesa, aunque más elevada, y con ventanas abiertas á los cuatro vientos, estaba destinada para el centinela, que anunciaba la hora de amanecer con el sonido de la campana ó del cuerno, á fin de que los villanos empezasen su faena, ó la aproximación del enemigo, para que los hombres de armas se dispusiesen á la defensa. Si se cometía un robo ó un homicidio, lanzaban un grito, que debían repetir todos los hombres de vecino en vecino, á fin de que el reo no pudiese encontrar la impunidad en el feudo limítrofe.

Uníase la naturaleza con el arte para hacer impracticable el acceso de los castillos; y los fosos, antemurales, empalizadas y contrafuertes diseminados en los alrededores; rastrillos, puentes levadizos estrechos y sin pretiles, compuertas suspendidas de cadenas, puertas subterráneas, trampas; en fin, todo aquel sistema de defensa y de emboscadas, debían aterrar á los que tratasen de atacarlos ó de sorprenderlos.

Cabezas de jabalíes y de lobos ó aguiluchos clavados en las puertas guarnecidas de hierro, cuernos de ciervos y de cabritos en el atrio, indicaban las sanguinarias diversiones del señor. El lo interior todo aparecía dispuesto por el arquitecto, no para la comodidad y el recreo, sino para la seguridad y la fuerza. Armaduras, lanzones, alabardas, mazas ferradas, pendían en medio de los escudos colgados en salones espaciosos y desabrigados con inmensas chimeneas, en torno de las cuales se reunía la familia para jugar al ajedrez ó á los dados, bordar, beber y oír lo cuentos ó las canciones que acompañaban con el laúd y la bandurria.

Allí se encontraban las provisiones necesarias, tanto de boca como de guerra, desde la cocina hasta las prisiones, desde el gallinero hasta la armería, desde los archivos hasta las cuadras, reinando en todo un lujo más costoso que delicado. Por todas partes se veían vajillas de plata y copas de oro, chimeneas de doce pies de anchura con morillos macizos para sostener troncos de muchos años, calderas capaces de contener medio ternero, y asadores en que daba vuelta un jabato entero. había enormes mesas con cien cántaros de vino, hornos para cocer á un tiempo cien panes, sartenes de centenares de huevos, bodegas, guardarropas, lecherías, despensas y fruteros que rebosaban de provisiones. No se necesitaba menos para tantos escuderos, halconeros, pajes, conductores, siervos, jardineros, marmitones, mozos de tahona, de botillería, peleteros, porteros, soldados, centinelas, sin contar los amos y sus parientes, los amigos, caballeros, peregrinos y viajeros que permanecían allí el tiempo que querían y se marchaban cargados de regalos; pues el hombre que todos los días encuentra hombres, se acostumbra á ser indiferente con ellos; y el que vive aislado, experimenta un verdadero placer á la vista y con la compañía de uno de sus semejantes, haciéndose generoso en la hospitalidad.

Por dentro el castillo estaba dividido en varias piezas: unas para las damas ocupadas en poner plumas á las flechas, muescas á los arcos, en preparar los dardos y adornar las cimeras; otras para los operarios que pulían y bruñían espadas, escudos, yelmos, mazas, martillos, lanzones, banderolas, morriones, corazas, brazales, golas, tarjas, paveses y toda clase de armas de hierro, de cobre, de cuerno y de cuero. A veces á la mitad de la comida ó de los juegos se oía el sonido de la campana del atalaya: cundía inmediatamente la voz de alerta; las armas de burla se convertían en armas de veras; corrían á las troneras, á las almenas, á las barbacanas; se alzaban los puentes, se bajaban los rastrillos, se peleaba; y rechazado el ataque, se volvían á sentar á la mesa, y seguían de nuevo los juegos y las conversaciones.

Como el águila en su nido, vivía allí el feudatario, aislado de todos los que no estaban bajo su dependencia, sin modificar al resto de la sociedad, ni ser modificado por ésta. El pueblo que habitaba alrededor de él no era su sangre, como en el patriarcado; no se componía de sus parientes y afines, como en los clanes de Escocia é Irlanda; con él no le ligaba el afecto ni las tradiciones; el noble pasaba la vida solo, sin más compañía que la de su mujer y sus hijos, áspero de genio, receloso, separado de la gente, á quien inspiraba temor, y que le obedecía sin réplica: ¿qué alta idea no debía concebir de sí mismo, pudiéndolo todo, y esto por su sola facultad, sin más límites interiores ó exteriores que los de su fuerza? Desde niño, el orgullo de su padre y la sumisión de los siervos le enseñaban que todo era lícito al señor. Creciendo en medio de esclavos trémulos y despreciados, y de espadachines prontos á ejecutar cuanto les mandase; superior al miedo y á la censura de la opinión pública; ignorante de la vida social, sin que nadie le contradijese jamás, y sin temer la reprensión ni las reconvenciones, adquiría una extraña energía de carácter, volviéndose no solamente feroz, pérfido y escandaloso, sino también caprichoso y extravagante; y su obstinación en no querer separarse de sus costumbres lo hacía rechazar todo progreso. Sus siervos recibían de él, en lugar de sueldo, el derecho de vejar y tiranizar, nueva gradación de despotismo que aumentaba cada vez más la distancia entre los habitantes de los castillos y los de la llanura, los cuales concibieron un respeto hereditario á aquel Jefe que todo lo podía, que los salvaba de otros enemigos, al paso que, molestados por el capricho del individuo, que pesaba inmediatamente sobre el individuo, maldecían un poder al que no se atrevían á resistir.

La única ocupación del castellano era fortificar más y más su castillo, robustecer su caballo y reparar su armadura; fiando en esto, y encontrándose invulnerable á los golpes de la multitud, que caía sin defensa herida por los que él le asestaba, adquiría un valor temerario y arrogante.

A veces se lanzaba desde su fortaleza para arrebatar al villano su mujer y sus hijos, que se desdeñaba de seducir, y para despojar á los viajeros ó rescatarlos. Pero como aún en los tiempos de turbulencias la batalla y el botín no son más que excepciones de la vida, á menudo estaba ocioso y desprovisto de aquellas ocupaciones regulares que pueden sólo llenar la existencia. No había asuntos públicos que reclamasen su cooperación; juzgar á sus dependientes era oficio de pronto despacho, por lo mismo que lo desempeñaban de una manera despótica; la administración era sencilla, pues los campos estaban cultivados por los aldeanos en provecho exclusivo del señor; la industria se hallaba á cargo de los siervos y las letras estaban abandonadas á los monjes, que recibían de tiempo en tiempo regalos para que orasen y se dedicasen al estudio. El feudatario debía pues buscar en otra parte donde ocupar la actividad que constituye la vida y de consiguiente tenía que correr aventuras, entregarse á la caza y al saqueo emprender peregrinaciones, hacer, en fin, todo lo que pudiese arrancarle de aquella ociosidad interminable (1)

Tanto poder, tanta independencia hacía á los señores feudales, respecto de sus vasallos despóticos tiranos y caprichosos hasta el punto de crear en sus tierras derechos cuya simple narración nos indigna y horroriza contrarios á la moral pública al derecho de gentes á los sentimientos de la caridad cristiana y que rebajaban de una manera increíble la dignidad del hombre. Eran propiedad del feudatario todas las cosas que se hallaban en sus terrenos, los bienes de los que morían sin hacer testamento, de muerte repentina ó sin confesión como si estas circunstancias denotasen la segura condenación del difunto. Esta piedra es más preciosa para mí que las que adornan la diadema del Rey, decía el Vizconde de León, en la Bretaña, departamento de Francia, mostrando un escollo cerca de la orilla del mar porque poseía el inmoral derecho de enriquecerse con la desgracia, apoderándose de todo buque ó persona que el mar arrojaba á sus tierras; infame derecho, que fué anatematizado por la Iglesia católica. El mísero colono veía la caza correr impunemente por sus viñedos á punto de ser vendimiados, ó por sus sembrados en sazón; hasta la tímida liebre le era funesta; y ¡desgraciado si se atrevía á coger ó matar á alguno de aquellos animales! Un Obispo de Auxerre (Francia) hizo crucificar á un infeliz que había espantado á un pájaro; y Bernabé Visconti, en Italia, obligó á comerse una liebre cruda, con la piel y los huesos, al que la había matado. Cerca del lago de Ginebra, en Suiza, los vasallos hacían la guardia en los estanques con palos largos, para impedir que las ranas cantasen y que con sus graznidos perturbasen durante la noche el sueño del caballero. Muchísimos ejemplos podríamos presentar á este tenor.

La opresión del pueblo en aquella época iba marchando á la par con la degradación de los Reyes, lo cual dio lugar á que en un mismo estado se formaran dos naciones distintas; la una propietaria del terreno, y la otra que no poseía ni un palmo de tierra; una á quien todo estaba permitido, y otra, la más numerosa, para la cual sólo había sufrimientos. El vulgo, sin derechos ni defensa, estaba entregado absolutamente al capricho de los señores feudales; éstos dictaban las leyes y las hacían ejecutar; y aquellas leyes arbitrarias sólo respetaban al clero y á los que ceñían espada. Así el odio del vulgo al régimen feudal se ha venido trasmitiendo hasta nosotros en esas consejas y cuentos populares, que nos representan, ora algún señor de un castillo arrebatado por los espíritus malignos al tiempo de cometer alguna acción infame, ora vagando en pena su alma alrededor de los lugares testigos de sus violencias y desafueros; sencillas venganzas de la esclavitud popular; pues si á veces el vulgo, como un torrente desbordado y en feroz insurrección, se lanzaba sobre los castillos, y en el primer ímpetu todo lo incendiaba y arrasaba, bien pronto las espadas de los hombres de armas se blandían sin piedad sobre la multitud inerme, ahogando sus quejas en sangre. Tal era el feudalismo en Francia, Italia, Inglaterra y Alemania.

En España, la nobleza de Castilla y de León jamás tuvieron la independencia ni las omnímodas facultades que las de los países antes citados. Cierto es que los nobles, próceres, Obispos y Abades habían alcanzado de los Reyes derechos dominicales y jurisdiccionales; pero jamás los Reyes se desprendieron de la autoridad suprema sobre todos sus súbditos; á su nombre se administraba la justicia; solamente ellos tenían el derecho de acuñar moneda; siempre conservaron el de apoderarse en caso necesario de los castillos y fortalezas de los señores rebeldes, y todos tenían obligación de asistirle en la guerra. Mucho contribuyeron á mantener semejante predominio las circunstancias especiales en que se encontraba la nación española. En guerra continua con los sarracenos, los cristianos españoles se veían en la necesidad de agruparse alrededor de un sólo Jefe, para dar más unidad á las operaciones militares. No obstante, nunca faltaron nobles de genio turbulento que, con su arrogancia y ambición, perturbasen la tranquilidad pública y tiranizasen á los pueblos; y, por el contrario, también hubo siempre grandes señores que fueron dechado de hidalguía y de veneración y respeto al Trono.

El Conde de Castilla, D. Sancho García, el ínclito guerrero que con su valor y pericia dirigió la célebre batalla de Calatañazor el año 1001 de la era cristiana, en que los Ejércitos coligados de León, Navarra y Castilla, mandados por sus respectivos Príncipes derrotaron completamente las numerosas huestes del Califa de Córdoba, gobernadas en persona por el terrible Almanzor, que por espacio de diez y ocho años consecutivos había sido el azote de la España cristiana, ganando á los cristianos cincuenta batallas y llevando sus armas victoriosas hasta la ciudad que guarda en su recinto las cenizas del Apóstol Santiago; dilatadas las fronteras de los Reino, el cristianos con aquel memorable hecho de armas, dio mayor impulso á la obra importantísima de emancipar á los pueblos del poder de los señores feudales, dotándolos de fueros propios, para que por ellos se gobernasen, sin que conociesen otro señor que su Rey ni otra autoridad que su Concejo ó Ayuntamiento.

Dos fines se propuso el Conde D. Sancho al dotar á los pueblos de semejantes constituciones: el repoblar y guardar las ciudades fronterizas, y el ir emancipando paulatinamente á los pueblos de los lazos del feudalismo, acrecentando al mismo tiempo el poder de los Monarcas; y los pueblos agradecidos le dieron el dictado de D. Sancho el de los buenos fueros.

La exención de tributos y el no hacer la guerra sin paga eran los principios fundamentales de aquellos cuadernos de leyes. En un documento antiguo que inserta en sus páginas uno de nuestros historiadores, se leen las siguientes palabras:

« Heredado é enseñoreado el nuestro señor Conde D. Sancho del Condado de Castilla.... fizo por ley é fuero que todo home que quisiese partir con él á la guerra á vengar la muerte de su padre en pelea, que á todos facía libres, que no pechasen el feudo ó tributo que fasta allí pagaban, é que no fuesen á la guerra sin soldada (1). »

«Dio mejor nobleza á los nobles y templó en los plebeyos la dureza de la servidumbre, » dice también el más ilustre de nuestros antiguos historiadores (1). En lo sucesivo, los Reyes de Castilla, de León, de Navarra, de Aragón y los Príncipes de Cataluña, imitaron tan noble ejemplo. Los fueros municipales son uno de los monumentos más gloriosos de la legislación española; y gloria eterna será para los Sanchos, los Alfonsos, los Fernandos y Berengueres de España el haber precedido en más de un siglo á todas las naciones del mundo, y eso en medio de los estragos de luchas continuas y desastrosas, exteriores é intestinas, á la civilización y á la organización interior de sus Estados.

Dotados los pueblos de derechos, franquicias y libertades comunales, se verificó en ellos un cambio notable; se contemplaron libres, con vida propia, sin otra sumisión que la debida al Monarca, y levantaron la cabeza, antes abatida por la servidumbre, y cobraron mayores alientos. Mas como en aquellos tiempos los pueblos se veían precisados á sostener una lucha continua, ora con el enemigo común, los mahometanos; ora contra los nobles, que no podían ver sin ceño aquel nuevo poder que se iba organizando y robusteciendo contra su poderío; ora, en fin, contra la multitud de malhechores y gente de mal vivir que infestaban los caminos y campos, resultado inmediato de tantas calamidades y anarquía; y como en la unión consiste la fuerza, los moradores de los pueblos, á fin de defender sus vidas, sus haciendas y las libertades que les habían sido otorgadas, se unieron, formando primeramente gremios y cofradías, teniendo cada una de las cuales un Santo por patrono; y, últimamente, los Concejos de los pueblos, uniéndose entre sí, formaron hermandades, las cuales en caso necesario empuñaban las armas, y no las soltaban hasta haber asegurado sus fueros.

He aquí la narración de una hermandad que se formó á principios del siglo XII, escrita por un anónimo contemporáneo:

«En este tiempo todos los rústicos, labradores é menuda gente se apuntaron, faciendo conjuración contra sus señores, que ninguno de ellos diese á sus señores el servicio debido. E á esta congregación llamaban hermandad; é por los mercados é las villas andaban pregonando: «Sepan todos, que en tal lugar, tal día señalado, se ayuntará la hermandad, é quien fallesciere, que no viniere, su casa se derrocará.» Levantáronse entonces á manera de bestias fieras, faciendo grandes asonadas contra sus señores é contra sus vicarios, mayordomos é facedores por los valles, persiguiéndolos é afoyentándolos; rompiendo é quebrantando los palacios de los Reyes, las casas de los nobles, las iglesias de los Obispos é las granjas é obediencias de los Abades: é otrosí, gastando todas las cosas necesarias para el mantenimiento, matando los judíos que fallaban; é negaban los portazgos é tributos á sus señores; é si alguno de los nobles les diera favor é ayuda. A tal como éste deseaban que fuese su Rey y Señor. E si algunas vegadas los parecía facer grande exceso, ordenaban que diesen á sus señores las labranzas tan solamente, negando las otras cosas.... (1)

Durante la minoría de D. Fernando IV (el Emplazado), se organizó una hermandad formidable, con el título de Hermandad de los Reinos de León et de Galicia, en la cual entraron las ciudades y pueblos de León, Zamora, Salamanca, Oviedo, Astorga, Ciudad-Rodrigo, Badajoz, Benavente, Mayorga, Mansilla, Abills, Villalpando, Valencia de Don Juan, Galisteo, Alba, Rueda, Tineo, la Puebla de Leña, Rivadavia, Colunga, la Puebla de Grado, la Puebla de Cangas, Vivero, Riva de Sella, Velver, Pravia, Valderas, Castronuevo, la Puebla de Lanes, Bayona, Betanzos, Lugo y la Puebla de Mabayón, con el objeto de auxiliarse mútuamente para sostener sus derechos contra el despotismo de los grandes, y en caso necesario también contra el de los Reyes.

En las juntas celebradas por los Procuradores de dichas ciudades y pueblos en Valladolid en el año 1295, acordaron los capítulos siguientes:

Que pagarían al Rey las contribuciones en la forma acostumbrada.

Que si los Reyes ó sus Alcaldes y Merinos, ó los demás señores, tratasen de quebrantarles sus fueros, se unirían todos para defenderlos.

Que si los Jueces diesen alguna sentencia injusta, sin haber tenido en cuenta lo prescrito en los fueros, la parte agraviada se querellase al Concejo ó Ayuntamiento; y si la demanda del agraviado era justa, que el Concejo acudiese al Rey ó á los mismos Jueces, persistiendo en su queja, hasta conseguir la revocación de la sentencia, y pagándose todos los gastos necesarios del fondo de bienes de propios.

Que si algún caballero, rico-home, infanzón ó eclesiástico, se apoderara con violencia de bienes de algún vecino de aquellos pueblos, y, requerido, no los devolviese, ni diese satisfacción de la injuria inferida, se levantase contra él el Concejo del pueblo, y no siendo bastante poderoso, se le uniesen otros pueblos de la hermandad, para ir á derribar su casa, talar sus campos y hacerle todo el daño posible.

Que si algún rico-home ú otra persona matara á algún individuo de la hermandad, sin ser su enemigo, con arreglo al fuero, todos los Concejos se levantaran contra él para matarle donde quiera que lo encontrasen, y destruir sus propiedades.

Que la misma pena aplicasen al Juez que por sí ó por mandato del Rey ajusticiara á alguno sin preceder el juicio solemne prevenido por los fueros, y á cualquiera persona que se presentase con cartas del Rey para exigir diezmos ó tributos desaforados.

Que los Diputados á Cortes se eligieran de los mejores y más celosos para el servicio del Rey y beneficio de los pueblos.

Que de dos en dos años cada Concejo eligiese dos Diputados para las Juntas que debían celebrarse en León, á fin de velar sobre el más estricto cumplimiento de los capítulos acordados: y que al Concejo que faltase se le multara en mil maravedís por la primera vez, dos mil por la segunda y tres mil por la tercera, declarando haber incurrido en la pena de perjuro.

Que si algunos vecinos de los pueblos de la hermandad faltaran á aquel tratado de dicho ó hecho, ó de cualquiera manera, fuesen declarados por enemigos, y cualquiera los pudiese prender donde los encontrase, salvo en la casa del Rey, para ajusticiarlos como perjuros é infractores del homenaje.

Que si los Personeros ó Concejos necesitaran algún auxilio, lo pidieran á los demás, los cuales estaban obligados á dárselo dentro de cinco días, y que las tropas que enviasen anduviesen por lo menos cinco leguas cada jornada.

Últimamente, se mandó labrar un sello para signar las cartas de la hermandad, que por un lado mostraba la figura de un león y por otro la imagen de Santiago, con el siguiente letrero alrededor: Sello de la Hermandad de los Reinos de León et de Galicia (1).

Las hermandades populares ejercieron una influencia política de suma trascendencia hasta fines del siglo XV; y en este hábito contraído por los pueblos de ligarse para defender sus fueros y propiedades, los Reyes encontraron el elemento más poderoso, no solamente para llevar á cabo la gloriosísima empresa de arrancar de manos de los infieles la nación española, sino también para acabar con el poderío de los grandes, proteger la propiedad particular y establecer sólidamente la seguridad pública é individual, como se verá en los capítulos siguientes.

- HISTORIA DE LA GUARDIA CIVIL - (1858)

- INTRODUCCION HISTORIA DE LA GUARDIA CIVIL - 1858 -

- HISTORIA GUARDIA CIVIL -1858- DESDE ALFONSO VI HASTA LOS REYES CATÓLICOS. (1073 Á 1474) CAPITULO II