ALCALDES DE CASA Y CORTE

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Categoría padre: Historia Guardia Civil
Categoría: Antecedentes a la Guardia Civil
Publicado el Lunes, 14 Abril 2014 20:20
Escrito por Antonio Mancera
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ALCALDES-DE-CASA-Y-CORTE

En el reinado de Juan II Trastámara, aparece la figura de servidores especiales de la Justicia denominados alcaldes, en número de cuatro, con la especifica misión de ejercer sus funciones donde estuviese el rey.

La institución no prevaleció; sin embargo, bajo esta inspiración y con la aplicación de ciertos principios ejercidos por sus abuelos, Carlos I puso las bases para organizar un peculiar estamento policial, mezcla de institución civil y militar, de buenos resultados prácticos, aunque con muy diversos puntos de vista y variados criterios en cuanto a las formas de actuación.

Tan difícil disección para delimitar competencias complementarias, como fueron entonces determinar quien actuaba como autoridad y quien como agente, tomó importancia y naturaleza, al pasar el tiempo, en los llamados alcaldes de Corte, después denominados de Casa y Corte. Estos fueron competentes para dar resolución con su privativa actuación a determinadas cuestiones judiciales, aparte de ejercer el mando de los agentes –corchetes-, convirtiéndoles, de hecho, en administradores de la Justicia y jefes de policía, entendida ésta más en consonancia con los actuales cuerpos de naturaleza civil. Hubo además alcaldes especiales denominados del Crimen, cuya competencia solo alcanzaba a los delitos de sangre. Ciertamente esta institución de Alcaldes de Casa y Corte, aunque pensada para toda la nación, no pasó durante siglos de tener competencia más que en la capital de las Españas, como se decía entonces.

En 12 de diciembre de 1583, Felipe II estableció seis alcaldes, de ellos cuatro serían de la Sala del Crimen, lo que nos induce a pensar que la convivencia en la Corte de la monarquía más poderosa del mundo, durante nuestro rey burócrata, dejaba bastante que desear. La pragmática otorgada dictaba normas acerca de las formas de proceder de estos alcaldes en las “rondas y visitas que deben hacer en ellas”, extensivas a inspecciones a tabernas, mesones, posadas, casas de juego y lenocinio, y las obligaciones de sus alguaciles para buscar y detener delincuentes y malhechores.

En 1585, Felipe II dictó su famoso "pregón para la buena gobernación desta Corte”, documento redactado en setenta y nueve artículos, donde quedaba reflejado lo concerniente a las normas que se habían de observar en “la tenencia y uso de armas, el juego, la blasfemia, tasas, abastos, hospederías y posadas, mozos de cuerda, pignoración de alhajas, ropas y otras prendas de vestir, vagos y maleantes, gitanos, usos y costumbres y convivencia ciudadana en general”.

Tan buen intento tropezó con serios inconvenientes, entre ellos el de establecer la línea de separación -ya que los roces eran frecuentes- entre los que aportaban su luz para el esclarecimiento del delito y los que, a la vista de la investigación y los informes periciales, debían aplicar la ley. Así, por influencias de la propia Sala de Alcaldes de Casa y Corte y del Crimen, Felipe II autorizó la formación de una junta asesora, llamada Junta Superior de Policía, considerada por entendidos como el nacimiento de los modernos cuerpos de policía civiles que surgirían más tarde, para su especial incidencia en los grandes medios urbanos, aunque, realmente, su ámbito durante siglos no trascendió fuera de la Corte.

Estando aún muy lejanos los modernos sistemas de investigación, toda la confianza estaba depositada en las organizaciones armadas o en la agudeza del interrogador, métodos ambos incompletos.

Felipe III, en 1604, para hacer más eficaz la actuación de los alcaldes de Casa y Corte, dividió Madrid en seis cuarteles -barrios o distritos-, uno para cada alcalde, cargo que no había sufrido aumento ni modificación desde su antecesor. Sus nombres: Palacio, San Martín, San Luis, Lavapiés, San Francisco y Santo Domingo, nos dan clara idea del entorno del famoso Madrid de los Austrias. Durante el siglo, se aumentaron hasta trece, siendo los nuevos San Ginés, San Justo, San Miguel, San Sebastián, Santa María, San Pastor y Santa Cruz. Cuarteles que tal vez por superstición o sentido cabalístico, Felipe V dejó en doce. El rey que nos vino de Francia nombró para presidir la Sala de Alcaldes un gobernador, asistido de fiscal; redujo los cuarteles a nueve el 22 de junio de 1715, y después de varios domicilios de circunstancia, estableció definitivamente la Sala de Alcaldes en la Plaza de Santa Cruz.

Es obvio que Felipe V impuso sus gustos y normas francesas en el nuevo Estado con moldes centralistas. Igual ocurrirá en Madrid, donde toda la organización policial fue copia de estamentos análogos de su país de origen. De este modo, por real decreto de 10 de noviembre de 1713, la Sala de Alcaldes se transformó en Audiencia de la Corte, mientras que la Junta Superior de Policía era sustituida por la Superintendencia.

Felipe V, en su afán renovador, muy poco acertadamente al imponernos instituciones foráneas, dicta varias instrucciones sobre el orden público, destacando la del 30 de agosto de 1743, por la que se regulaba esta cuestión en los respectivos cuarteles o distritos. Abundando en su pensamiento, el 13 de octubre de 1749, Fernando VI especificó las atribuciones de los intendentes de “Provincia y Exércitos”, en los siguientes términos:
“Para remediar el deplorable estado económico, administrativo, judicial y público, y cortar y precaver los daños que produce la corrupción de las costumbres de los súbditos, por la desidia y falta de vigor en los jueces, disponiendo del establecimiento de en cada una de las provincias del Reino de una Intendencia, a la cual va unido el Corregimiento de la Capital, y al cargo de los ministros que para ello nombrare, las cuatro Causas de Justicia, Policía, Hacienda y Guerra.” En consecuencia, se redactaron unas normas con un total de ciento cuarenta y seis artículos, que de paso nos dan exacta idea del estado interno de España, bastante pesimista, por cierto, en cuanto al orden público.

El intendente, dignidad importada, aunque destinada a tomar un auge excesivo, desplazó al corregidor, cargo castellano por antonomasia, originario de finales del siglo XI, que había sido el máximo representante de la Corona en el entorno político de las provincias, y para el que se requería nombramiento real a propuesta del Consejo de Castilla.

El corregidor había ejercido su jurisdicción sobre las demás autoridades, excepto la militar -dependiente exclusivamente de los capitanes generales-, aunque podían recabar de las mismas el auxilio -de fuerza armada- en nombre del rey. Para su desempeño ordinario contaban con el lugarteniente corregidor, alcaldes del Crimen y alguaciles. La designación podía recaer en “personas togadas” o en aquellas otras llamadas de “capa y espada” (nobles y militares). Los corregidores fueron restablecidos durante el absolutismo fernandino, para ser sustituidos, posteriormente, por los jefes políticos o actuales gobernadores civiles. (Hoy Delegados y Subdelegados del Gobierno)

En su ventaja, los intendentes, según lo ordenado por Fernando VI, tuvieron competencia en materias de Justicia, Hacienda, Policía y Guerra. Alcanzaron honores de mariscal de campo (general de división) y todas las autoridades provinciales, incluida la militar -a excepción de los capitanes generales-, le debían acatamiento, con lo cual quedaba de hecho establecido un total sometimiento de lo que actualmente entendemos por supremacía del poder civil, siendo los más directamente responsables de que “las justicias de los pueblos no procedan con parcialidad, pasión o venganza, en el desempeño de sus funciones”.

Aguado. - HISTORIA DE LA GUARDIA CIVIL